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7A LaPrensa Panamá, viernes 19 de abril de 2024 Crónica AVENTURAS Alexander Arosemena [email protected] Como reportero gráfico he documentado la crisis migratoria en Darién, cubierto los desastres del huracán ETA en Chiriquí y acampado solo en la albina de Sarigua tratando de fotografiar coyotes, pero al final del día, no queda mucho tiempo para dedicarle a mi familia, por lo que aprovechamos pasear cuando los días libres coinciden. En enero, coincidieron y, junto a mi hijo de 15 años, hija de 11 y mi esposa, nos fuimos de paseo, pero esta vez, sin la cámara profesional, para no distraerme con “tra - bajo”. Pero, ¿cómo dejar en casa el alma de fotógrafo? Tomé el móvil para llenar ese vacío y retratar a la “isla de las flores ”, mi querida Taboga. Desde que se fundó el pueblo de Taboga en 1524, la isla ha visto pasar piratas, conquistadores españoles, aventureros de la fiebre del oro y hasta el nacimiento de una Santa. Actualmente, uno de sus hoteles, Villa Caprichosa, colocó a Panamá como destino turístico de alto nivel, al ser incluido en los Emmy Awards Gift Bag. Taboga está ubicada en el Golfo de Panamá, a unos 20 kilómetros de la ciudad capital, lo que la convierte en un paseo de playa, sin tranque vehicular. Tres compañías — Barcos Calypso, Ferry Roka y Taboga Express Fast Ferry —llegan desde la Calzada de Amador. 6:30 a.m. Salimos de casa desde Panamá Oeste. Mis hijos duermen en la parte trasera del auto. Ya por el Puente de las Américas, sobre el Canal, mi esposa cuenta los últimos chismes de la farándula local, pero su voz desvanece mientras mi ojo fotográfico recorre la Bahía de Panamá y en el horizonte veo a mi querida Taboga; hago un retrato mental de la silueta de su cuerpo a contraluz. Imagino estar embarrado de su arena, su cálido mar acaricia mis pies, de repente, el auto cae en uno de los cráteres en la rodadura asfáltica del puente y me saca del trance fotográfico, regreso a los chismes con una sonrisa como si hubiera estado prestando atención. 7:00 a.m. En el muelle de La Playita de Amador, el calor del fenómeno climático El Niño fríe una larga fila de personas como chicharrones en aceite hirviendo. Embetunados de protector solar, ocultos tras lentes oscuros, armados con sombreros, petates y hieleras, esperan abordar el Calypso King y escapar de la ciudad; ansiosos de playa, de brisa y de m a r. 8:00 a.m. El ‘Rey del Cal y p s o’ nos saca a bailar al son de las olas, la brisa del mar inunda la embarcación como una inyección que cura el sofoco citadino. Me acomodo con mis hijos para aprovechar la vista desde la proa, un trío de jóvenes se toman selfisy otros se pierden en un cielo azul con pinceladas de nubes blancas mientras navegamos durante 45 minutos entre un montón de buques que esperan entrar al Canal, gigantescos como rascacielos de hierro tumbados en el mar. No puedo resistir la tentación de documentar la escena. Desatiendo a mis hijos, activo la cámara del móvil y recorro la embarcación en busca del sol; veo como la luz y la sombra juegan entre la gente, pero no veo personas, solo formas geométricas y el espacio entre ellas. Busco hasta encontrar el ángulo donde todos los elementos encajan, como piezas de un rompecabezas, y con un clic, congelo el momento. 8:45 a.m. Desembarcamos en el muelle de Taboga. La brisa del mar refresca el calor, aunque no tanto como hace 20 años, cuando realizaba este viaje entre amigos, un garrafón de sangría, risas y buenos cuentos; el cambio climático se siente. A mi izquierda, la estructura del muelle enmarca el paraíso: botes de pesca artesanal, la Playa Honda y las casitas de colores que trepan las faldas del cerro invitan a una vista privilegiada. A la derecha, playa La Restinga, donde la marea baja, revela un camino de arena hacia El Morro, donde hace 150 años operaba un astillero de barcos a vap o r. Mientras busco qué retratar, miembros del servicio aeronaval revisan nuestro equipaje buscando drogas, o armas, o envases de vidrio. Hacia la derecha una vereda tropical nos recibe con el aroma de café y hojaldres. A cada lado del camino a la playa, la oferta gastronómica era extensa: helados, cervezas, hamburguesas, papitas, patacones, margaritas, mojitos y la popular copa esculpida de una piña entera, cuya pulpa es licuada con crema de coco y ron, decorado con un par de fresas bañadas en leche condensada. El ambiente era envuelto por el delicioso aroma de mariscos salteados al ajillo. Atravesamos la vereda como una columna de hormigas guerreras, los chicos pidieron helado y nosotros desayunamos cervezas. 9:30 a.m. Acomodados sobre sillas playeras, bajo una gran sombrilla de colores, clavo mis pies descalzos en la arena, mientras paso una piña colada a mi esposa y contemplamos el mar; mis hijos, a esa edad donde solo nos regalan sonrisas falsas en las fotos, están en el agua desde hace rato. En el horizonte, los rascacielos de la ciudad de Panamá recuerdan que en algún momento tendremos que abandonar el paraíso y regresar a la triste realidad. 10:00 a.m. En el otro extremo de la isla, desde lo alto de un cerro, una cruz que me invita a dejar el momento en familia para fotografiar al pueblo isleño desde su cima. “Iré a ver en qué condiciones está el camino, si es apto para los chicos”, fue la excusa que di mientras me sacudía la arena de los pies para ponerme las crocs. La calle Francisco Pizarro, en honor al conquistador de Perú que habitó en la isla en los 1520, me lleva por la costa. Me desvié un momento para retratar la iglesia de San Pedro, la segunda más antigua de este hemisferio. 10:30 a.m. Ya en las afueras del pueblo, la angosta calle de cemento se vuelve de tierra y más adelante un letrero indica la ruta hacia el sendero del Cerro La Cruz. El sol castiga mientras asciendo el empinado camino de rocas sueltas entre retorcidos árboles de nance y rastrojo. En la parte más inclinada, donde antes había escalones, solo quedan puntas de varillas de hierro que se asoman de la tierra como un mal presagio de una macabra escena de pinchos de carne humana, definitivamente, pienso, no es sitio para andar en crocs. 11:00 a.m. La temperatura llega a nivel infierno, los descansos se vuelven frecuentes y ya con la lengua afuera, al punto de redención, aparece la cruz como una mano amiga para darme un último impulso y disfrutar la vista panorámica. Por lo menos no tuve que cargar con 25 libras de equipo fotográfico; a veces, la mejor cámara es la que llevamos todos en el bolsillo. Entre el canto de aves, contemplo el verdor que me rodea y absorbo la paz que me da la naturaleza. Mi querida Taboga es más que playas y lo mejor, a un paso de la ciudad. Vista del pueblo de Taboga desde el Cerro La Cruz. Isla Taboga, Panamá. 13 de enero de2024. Alexander Arosemena Un día en mi querida Taboga Descubre la isla paradisíaca de Taboga a través de los ojos de un reportero gráfico. Aunque intenta desconectar en un día de paseo familiar, la pasión por su oficio lo persigue.

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