Marzo 2020

LOS105 DEMIABUELA _ caídalibre 1 05 años y medio vivió mi abuela Thelma Castillo Malek, mejor conocida por su familia como Mimi. Nació el 19 de octubre de 1914. El Canal acababa de abrir y la Primera Guerra Mundial había estallado. A mí me encantaba preguntarle sobre su juventud. Me contaba del día en que había llegado la luz eléctrica por primera vez a Aguadulce, su tierra natal, y cómo se iluminó la plaza central. También, cuando su padre trajo el primer transmisor de radio, lo colocó y encendió en el portal de su casa y los vecinos, que vinieron a curiosear, insistían en que debía tener una banda de música o unos locutores en la parte de atrás de la casa. Su padre fue Enrique Castillo Sarmiento, quien trabajaba con la familia Valencia, propietaria de varios buques, entre ellos el Victoria Augusta, que iban y venían de la ciudad de Panamá al puerto de Aguadulce. Luego tuvo también una compañía de taxis que iban a Penonomé y otros poblados de Coclé. Su madre, Benilda Malek, era hija de Juan Malek, para entonces fallecido pero que era un reconocidísimo empresario industrial y agropecuario de origen checo, y de Vicenta Lázaro, chorrerana e hija de comerciantes españoles. Mama Chenta, como la llamaban, se convirtió en la matriarca de la familia a razón de que su esposo muriera en 1908 y ella lo sobreviviera hasta 1958. Mama Chenta vivió hasta los 92 años. Mi abuela me contaba cómo en las noches de fin de semana su padre la llevaba dormida donde la abuela, quien la despertaba para bañarla en una tina con pétalos de rosa. La quería muchísimo, y en sus últimos días, le encantaba que le preguntara sobre Mama Chenta. No había historia que le gustara contar más, a excepción quizás de cómo entraban los hombres a caballo dentro de las casas para las fiestas del patrón San Juan. Entre Juan y Mama Chenta tenía genes de longevidad, pero siempre insistía que se debía a que era de Aguadulce. Esto le encantaba decirlo cada vez que iba a votar y cómo lo disfrutaba. Sus padres la enviaron a Chestnut Hill College, en Estados Unidos, a eso de los 15 años. Viajó junto a otras dos muchachas, Leonor Arosemena y Elvira Zubieta, en el vapor Pennsylvania desde Colón, con una parada en La Habana, hasta Nueva York. Era un viaje de ocho días. Allá aprendió a jugar hockey, y como buena panameña, se bañaba todos los días, cosa que no hacían sus compañeras. E n Aguadulce mi abuela es famosa por haber sido la de la iniciativa de sembrar los guayacanes en la plaza central. En política, recordaba las canciones del Partido Liberal. De repente, se ponía a cantar “Qué contenta está la gente con su nuevo presidente, que viva, que viva, el Partido Liberal”, y todos coreábamos con ella. Opositora a la dictadura militar, recuerdo con muchísimo cariño que me llevaba a pasear frente al antiguo cuartel militar que había al lado de la torre de Panamá Viejo. Me incitaba a bajar la ventana y gritar los más alto que podía “Policía, pata podrida, guarda el hueso pa’l mediodía” y como nos divertíamos mucho, dábamos la vuelta, pasábamos otra vez, a gritar a todo pulmón. Para esa época, empezó a regalarme las piezas con las que comencé mis primeras colecciones: un juego de piedras semi-preciosas y fósiles, que todavía guardo con aprecio. Serían souvenirs de algún viaje, pero que a mí me despertaban la curiosidad. Almorzar en su casa en calle 39, Bella Vista, era casi siempre comerse una deliciosa sopa de lentejas con patacones o un guacho con pico de gallo, y de postre siempre jalea de guayaba con queso blanco. Aunque la guayaba no me gustaba mucho, todavía la sopa de lentejas y el guacho siguen siendo de mis comidas preferidas. L os almuerzos en su casa siempre daban para hablar de sus viajes. En ello fue revolucionaria. Aprovechó todas las veces que pudo para viajar con su hermana, Gilma. Fueron a Egipto y a Japón en los años 60, aprovechando que un cuñado era embajador o cónsul, y se quedaban por temporadas largas. Hay una foto emblemática de ella con sombrero sobre un camello, con la pirámide de Keops en el fondo. En las paredes de su sala estaban los pergaminos con jeroglíficos que se trajo de recuerdo. Pero le tenía especial cariño a Japón, sentimiento que pude compartir mucho con ella. Tuvo la fortuna de experimentar el tren bala en sus viajes inaugurales y los kimonos que se trajo de ese viaje los apreciaba como oro en polvo. Siempre destacó la cordialidad y etiqueta de los japoneses y le encantaba el ikebana, el arte japonés de arreglos florales de la que su concuñada Analía Arango es Maestra de la Escuela Sogetsu. En la vida pública se le reconoce como fundadora de las Damas Guadalupanas. Hoy se olvida que todo el esfuerzo de las debutantes no es para cumplir con un rol social, sino para recaudar fondos que permitan financiar campamentos de niñas en El Valle de Antón. Para muchas de ellas resultaba ser la primera estadía fuera de la ciudad, rodeadas de naturaleza, y la oportunidad de compartir en un ambiente fuera de la agresiva vida de barrio capitalina. Si por algo la recordaremos todos los que la conocimos es por su alegría casi permanente y por el amor que nos repartía a borbotones. A la fecha de su fallecimiento, el pasado 9 de marzo, tenía 8 nietos, 24 bisnietos y 6 tataranietos. DIEGO QUIJANO @RYUAUSTRO

RkJQdWJsaXNoZXIy OTUwNzQx