9A La Prensa Panamá, miércoles 31 de diciembre de 2025 tro país, una trayectoria que merece ser recordada. No obstante, su demolición no es más que un atentado adicional —entre muchos otros— contra la identidad cultural y, por consiguiente, histórica de Panamá. Esta epidemia del olvido identitario también ha alcanzado prácticas tradicionales como la construcción de la casa de quincha, reconocida por la Unesco como Patrimonio Cultural Inmaterial y que requiere medidas urgentes de salvaguardia. Ante ello, surge una pregunta inevitable: ¿vale la pena un progreso que nos deja sepultados bajo los escombros de nuestra propia historia? Me resisto a aceptar que la extinción de lo nuestro sea una condición necesaria para el desarrollo. Portar la identidad como estandarte es una decisión cotidiana. En el lenguaje, la comida y las tradiciones persisten vestigios de un pasado que habilitó el futuro y que hoy es presente. Ese pasado es único, auténtico y exclusivamente nuestro. Dejarlo morir sería dilapidar un patrimonio invaluable y empobrecernos de historia y de memoria, hasta quedar sin gracia como naLa soberanía imaginaria y el heroísmo de teclado Debate en redes En medio del debate por la demolición —que no fue una broma del Día de los Inocentes— apareció un fenómeno digno de estudio sociológico: la soberanía instantánea en redes sociales. Basta que caiga un monumento extranjero para que muchos descubran, de la noche a la mañana, un fervor patriótico que no se activa ni para noviembre ni para el 9 de enero. De pronto, demoler un símbolo cultural se convierte —en la imaginación de algunos— en un acto de resistencia nacional, casi una gesta independentista en versión retroexcavadora nocturna. Porque, claro, nada reafirma más la soberanía panameña que atacar un monumento de una de las comunidades que más ha contribuido al comercio, la economía y la vida cotidiana del país. El Canal, la logística, el sistema financiero, el comercio minorista… todo eso no genera la misma adrenalina patriótica que un comentario airado en redes diciendo: “Aquí solo monumentos panameños”, escrito desde un celular fabricado en China. El concepto parece funcionar así:— No molesta que la economía global dependa de China.— No molesta usar sus productos, su tecnología ni su financiamiento.— Pero un monumento… eso sí atenta contra la patria. Ojo, no promuevo entregar el país ni dejar de velar por la soberanía, pero sí dejar claro que atacar un monumento no hace a Panamá más soberana. La identidad nacional no se fortalece negando la historia compartida, sino asumiéndola con madurez. Creer lo contrario es confundir orgullo nacional con inseguridad cultural. Y lo más irónico es que Panamá —una república joven, construida por migrantes, comerciantes, obreros y soñadores de múltiples orígenes— pretenda ahora defender una pureza cultural que aún seguimos construyendo. Nuestra identidad no es una porcelana frágil que se rompe por convivir con símbolos ajenos; es un crisol de razas. No hubo acto heroico, ni defensa de la patria, ni reivindicación histórica. Hubo una decisión administrativa que no se consultó y una reacción social que confundió el ruido con la razón. Esta opinión no pretende atacar a los llamados “pro yankees”, ni a quienes —con la mejor de las intenciones— repiten consignas escuchadas sin mayor contraste. No se trata de una competencia geopolítica ni de escoger bandos culturales como si el mundo fuera un clásico de béisbol. Panamá ha convivido históricamente con múltiples influencias y potencias, y lo seguirá haciendo. La crítica va dirigida, exclusivamente, a la superficialidad del debate cuando se confunde soberanía con intolerancia y criterio con eco. Pensar no es traicionar; pensar es, precisamente, un acto de soberanía real. El mayor reto de lo que queda de la década: reorganizar la sociedad Institucionalidad la nación que permitir una verdadera representatividad de los electores a través de la reorganización de la política interna. El “criollismo” en el ejercicio político de las autoridades electas agrava la desconfianza ciudadana en las instituciones democráticas, especialmente en la política como una de las actividades más necesarias en las sociedades modernas, una que ni siquiera la inteligencia artificial podrá reemplazar fácilmente. Aclaro que no me refiero a que los malos políticos sean irremplazables; de hecho, cualquier persona con un mínimo de moralidad y preparación podría sustituirlos. Sin embargo, el rol del político en la administración pública requiere necesariamente de capital humano. El mayor enfoque de la reorganización política que esta República necesita debe ser la obtención de una mayor legitimidad democrática. Constantemente escuchamos hablar de la participación ciudadana, pero pocas veces comprendemos su verdadera importancia, especialmente para hacer valer el Estado de derecho y el equilibrio social. Quinquenio tras quinquenio, las elecciones parecen convertirse en simples eventos protocolarios, mientras las riendas del país se dejan a su propia suerte. Tanto los partidos políticos como la sociedad civil organizada carecen de una cultura cívica sólida, especialmente en lo referente a la promoción de una identidad nacional que nos permita mejorar como sociedad, fortalecer nuestras debilidades individuales y colectivas, y erradicar la corrupción incluso en su forma más cotidiana: el “juega vivo”. Solo con un sistema político y una justicia imparcial los inversionistas extranjeros podrán confiar en el mercado panameño. Más allá del Canal de Panamá y de los servicios financieros, es necesario que el país dé pasos firmes hacia adelante, diverLuis Credidío Sobre demoliciones y actividades conexas: la gesta anticultural del olvido Memoria La desintegración física del mirador chino, a las faldas del Puente de las Américas, ocurrida el último sábado de 2025 como resultado de una decisión obtusa, desató una indignación comprensible. La memoria histórica y cultural es frágil cuando se le hiere de ese modo. La importancia demográfica y emocional de la comunidad china en Panamá es tan evidente como las implicaciones políticas y diplomáticas de la infame demolición. Sin embargo, esta reflexión busca destacar algo más profundo: la importancia intrínseca de preservar las prácticas y los espacios que nos mantienen en contacto con quiénes somos, quiénes fuimos y quiénes queremos ser. Cuando la memoria flaquea y ni siquiera los más longevos recuerdan de dónde venimos, corresponde al patrimonio cultural e histórico servir de antídoto contra la amnesia de la identidad colectiva. El mirador aludía a más de un siglo de presencia, trabajo e historia de la comunidad china en nuesción. Resulta indispensable que, como panameños, nos reconozcamos en esas prácticas y espacios para no permitir su desaparición. La idea de un país sin relatos que contar ni enseñanzas que transmitir resulta estéril y aleja cualquier posibilidad de atractivo cultural, social o económico. Si la identidad nacional no basta como motivación, quizá lo haga la convicción —por más utilitaria que suene— de que la inversión extranjera y el turismo requieren también de memoria y autenticidad. Sería deseable que la indignación generada por la demolición del mirador se traduzca en una voluntad equivalente para promover y proteger nuestra cultura. Indignarse es fácil; lo que viene después es lo que define el verdadero peso de la pérdida. Mantengo la esperanza de que episodios como este, o la urgencia de salvaguardar prácticas como la junta de embarre, se conviertan en estímulos suficientes para formar una ciudadanía consciente de lo que posee y de la importancia de conservarlo. El cómo hacerlo dependerá de las capacidades de cada quien, pero seguramente podremos hallar formas pertinentes y creativas —pequeñas o grandes— de evitar pérdidas irreversibles que traerían más desgracia que desarrollo a Panamá. EL AUTOR es abogado. EL AUTOR es internacionalista y diplomática de carrera. EL AUTOR es internacionalista. Tomás Sucre Ulloa sificando su economía y modernizando su recurso humano. Por otro lado, el control del mercado panameño representa otro problema que los inversionistas observan con recelo. Los monopolios y oligopolios dificultan que Panamá sea verdaderamente el hub de las Américas, ya que, aunados a los problemas políticos, constituyen barreras contundentes para alcanzar nuestro máximo potencial económico. Pudiendo aspirar a ser el Singapur del continente, la falta de políticas económicas acordes con las necesidades de la economía internacional parece estancarnos en el subdesarrollo. Muchas de las decisiones políticas que se toman a diario están orientadas únicamente a preservar el capital político, y no a reformar la tributación, el modelo económico ni la productividad del país. La economía panameña puede crecer, pero eso no implica necesariamente un aumento en la productividad. Un ejemplo claro de una economía anémica es el Reino Unido. Esto ocurre por dos razones principales: una inversión insuficiente o mal orientada y el estancamiento de la productividad nacional. Si Panamá no logra dinamizar su modelo económico, será más vulnerable a los riesgos de la economía mundial, la geopolítica y los constantes cambios en los mercados internacionales. Finalmente, sin una sociedad culta, educada y productiva, las opciones políticas se ven limitadas por las necesidades inmediatas de los ciudadanos, condenándonos una y otra vez a gobiernos ineptos, corruptos o incapaces. Por ello, es imprescindible introducir cambios en el funcionamiento del aparato público, comenzando por reformas constitucionales que emanen exclusivamente de la voluntad popular y no de amalgamas de burócratas no electos o políticos con intereses personales. Asimismo, debemos modernizar las instituciones públicas, fortalecer los mecanismos de transparencia y rendición de cuentas y garantizar la certeza del castigo para quienes atenten contra la administración del Estado. Solo así podremos consolidar la separación de poderes y garantizar un tejido social más fuerte. ¿Cómo se logra la reorganización de la sociedad panameña? Son diversos los factores que se deben considerar al hablar de una reorganización social; sin embargo, lo social, lo político, lo económico y la institucionalidad del Estado son los cuatro pilares fundamentales para reconfigurar el tejido social de una nación. Lo social y lo cultural van de la mano; de hecho, no pueden verse como fenómenos separados, ya que uno no puede existir sin el otro. En términos generales, apuntar a una mejor cohesión social, tanto regional como nacional, puede ayudarnos a mejorar significativamente los lazos de convivencia entre los panameños. Hoy, la fragmentación y las divisiones de la nacionalidad panameña —incluidas especialmente las diferencias políticas, convertidas en amenazas para los disidentes— se han convertido en el principal combustible de estrategas políticos que buscan aumentar las probabilidades de permanecer en el poder, aun cuando el costo sea la desintegración de la integridad nacional. Esta desintegración le resta dignidad a la figura de los partidos políticos, los cuales, frente a una población víctima de un sistema educativo decadente, no tienen más alternativa que recurrir al clientelismo y al populismo propio de una democracia de muchedumbre para mantener su relevancia. Por lo tanto, enfocarnos en la reorganización del factor sociocultural nos permitirá concentrar los recursos necesarios en la reestructuración de la política y en el ejercicio de la ciudadanía, ya sea mediante reformas electorales cónsonas con el clamor popular, sin partidismos ni trabas para aquellas opciones que representen una amenaza al statu quo político. De hecho, no existe mejor forma de comenzar a sanar las heridas políticas de La demolición del mirador chino reabre el debate sobre memoria, patrimonio e identidad nacional, y plantea si el desarrollo puede justificarse a costa del olvido cultural. Valeria Vergara La fragmentación social, el desgaste político y un modelo económico estancado obligan a Panamá a repensar su cohesión, su institucionalidad y la legitimidad democrática antes de que termine la década. Opinión
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