10A La Prensa Panamá, jueves 18 de diciembre de 2025 riana y no como parte de lo que posteriormente sería la República de Colombia. La confusión del presidente Petro puede derivarse de que Colombia ha tenido múltiples denominaciones históricas: la Colombia de Bolívar (1819–1831), la República de la Nueva Granada (1831–1858), la Confederación Granadina (1858–1863), los Estados Unidos de Colombia (1863–1886) y la República de Colombia (1886 hasta hoy). Siguiendo su propio razonamiento, al disolverse la Gran Colombia en 1831, Panamá habría quedado sin vinculación política, pues surgió entonces una nueva estructura constitucional y geopolítica: la República de la Nueva Granada. El Acta de Independencia de Panamá establece, en su artículo 2.º, la unión a la República de Colombia —la Colombia bolivariana—, no a la República de la Nueva Granada. Colombia ha tenido diez constituciones, lo que implicó transformaciones políticas con efectos directos en esta relación inicial. Esto plantea un problema ontológico que el presidente Petro parece no comprender: Panamá no era territorio originario de la República de Colombia en 1903, pues aquella Colombia a la que se anexó había desaparecido setenta y dos años antes. Además, el sentimiento independentista panameño no se concretó únicamente el 3 de noviembre de 1903. La historia demuestra que en el istmo siempre existió un fuerte sentido de autarquía y autonomía política, no de sumisión ni de pertenencia irrestricta a Colombia. De ello dan cuenta varios intentos de separación: en 1830, apaciguado por Bolívar; el 9 de julio de 1831, año en que Agua potable: la obra está en el río, no en la planta Crisis hídrica En Chitré se ejecuta un doble proyecto frente a la crisis del agua. Por un lado, cuadrillas de empresas contratadas por el Instituto de Acueductos y Alcantarillados Nacionales (Idaan) limpian y desinfectan tuberías, cambian válvulas e hidrantes y anuncian mejoras en la red de distribución. Por otro lado, se promete la ampliación de la planta potabilizadora Roberto Reyna, con tecnología de última generación, capaz de enfrentar contaminantes que hoy superan su capacidad. Ambas medidas suenan bien en los discursos oficiales. Pero la pregunta es inevitable: ¿de qué sirve limpiar tuberías si el agua que circula sigue contaminada? ¿Qué sentido tiene invertir millones en una planta futurista si el río La Villa continúa recibiendo descargas de porquerizas, agroindustrias y vertidos domésticos? La limpieza de la red puede mejorar la presión y eliminar sedimentos, pero no garantiza agua potable. Es como pulir un vaso para llenarlo con líquido en mal estado. La ampliación de la planta puede retrasar el problema, pero no lo resuelve. Si la fuente se degrada más, la tecnología quedará rebasada en pocos años. El dilema es evidente: se prioriza la infraestructura visible y políticamente rentable, mientras se posterga el saneamiento de la cuenca. Sanear el río exige voluntad política, fiscalización y sanciones efectivas. No es una obra que se inaugure con cintas y discursos, pero es la única que asegura agua segura y sostenible. La ciudadanía merece transparencia. ¿Qué parámetros de calidad se están midiendo? ¿Dónde se publican los resultados? ¿Cuándo se informará oficialmente que el agua vuelve a ser apta para consumo humano? Son preguntas que las autoridades deben responder con claridad y celeridad. El agua no se produce en la planta, se produce en el río. Mientras esa verdad no se asuma como principio rector, cualquier proyecto de limpieza o ampliación será una solución parcial y temporal. La crisis del agua en Chitré no se resolverá con tuberías brillantes ni con plantas futuristas, sino con un río La Villa sano y protegido. El gobierno ha prometido que en marzo habrá agua potable para la península de Azuero. Es una meta ambiciosa y necesaria, pero la realidad técnica no se puede maquillar con discursos. Limpiar tuberías y ampliar plantas son medidas visibles, pero insuficientes si el río La Villa sigue contaminado. La verdadera garantía de agua segura no está en la tecnología ni en la infraestructura: está en la fuente. Sin un río sano, la promesa de marzo corre el riesgo de convertirse en un espejismo más en la larga historia de crisis hídricas de Chitré. El salario vital, la ciudad y la trampa de la polarización Costo de la vida mercado privado para obtener servicios básicos de supervivencia. Hablamos de la educación, donde las familias se endeudan en colegios privados ante el deterioro de la escuela pública; de la salud, donde el seguro privado o la consulta pagada se convierten en la única alternativa frente a las listas de espera de la Caja de Seguro Social; y de la seguridad, que obliga a costear garitas y guardias privados. Esta “doble tributación” reduce drásticamente el ingreso disponible real. Cuando un trabajador se sienta a negociar su salario, no está pidiendo dinero para lujos, sino para compensar la ineficiencia del Estado. Mientras no resolvamos la calidad de lo público, la presión sobre el salario nominal será infinita e insostenible. La vivienda y la crisis de confianza Este ingreso mermado conduce al segundo costo oculto: el acceso a la vivienda y la convivencia urbana. Aquí es vital comprender la resistencia vecinal, a menudo etiquetada de forma injusta como obstruccionista o NIMBY (Not In My Backyard). Los ciudadanos que se oponen a la densificación y a los cambios de zonificación en sus barrios no son enemigos del progreso; son víctimas de una profunda crisis de confianza. Su escepticismo es racional: si el Estado hoy no es capaz de hacer cumplir normas básicas —controlar el ruido nocturno en zonas residenciales, sancionar la mala disposición de la basura, recuperar aceras ocupadas por autos o poner orden en el caos vial frente a las escuelas—, ¿con qué garantías promete gestionar una mayor densidad? Ante una autoridad ausente, el vecino opta por bloquear el desarrollo para proteger su calidad de vida. Esto congela la oferta de vivienda céntrica. A su vez, el sector inmobiliario enfrenta una estructura de incentivos distorsionada. Si la oferta se concentra en segmentos de alto valor, no siempre responde a una exclusión deliberada, sino a una lógica de supervivencia financiera. Frente a normativas rígidas, trámites burocráticos interminables y la hostilidad comprensible de comunidades cansadas del desorden, la inversión privada se refugia en nichos de lujo, donde el margen de ganancia permite absorber el riesgo y el tiempo. La falta de vivienda accesible en el centro no es solo un fallo de mercado; es la consecuencia directa de no contar con reglas claras que permitan construir ciudad de manera predecible. Carlos Antonio Solís Colombia y el Panamá de Petro Autarquía panameña En cada ocasión en que el presidente de Colombia, Gustavo Petro, hace alguna referencia a Panamá, suele reclamar —de manera plañidera— a la historia, a los militares y a los políticos de aquella época que, por cobardía e intereses personales, “perdieron Panamá”. De acuerdo con su visión histórica, Panamá era parte originaria y autóctona de Colombia. Se olvida, sin embargo, que la unión de Panamá a Colombia fue voluntaria. Ningún soldado colombiano combatió contra las tropas españolas en Panamá el 28 de noviembre de 1821 para lograr esa anexión. La independencia fue una estrategia magistral e incruenta, ejecutada por miembros de la élite capitalina. La Colombia de 1821 era la Gran Colombia, conformada por los territorios del antiguo Virreinato de la Nueva Granada, que incluía principalmente lo que hoy es Venezuela, Colombia y Ecuador. Aunque Panamá formaba parte de dicho virreinato, al declararse la independencia de la Gran Colombia el 30 de agosto de 1821, el istmo quedó como un remanente bajo dominio español hasta noviembre de ese año. La intención panameña de unirse a Colombia fue, por tanto, desde la perspectiva bolivase declaró el Estado del Istmo; en 1840, bajo el liderazgo de Tomás Herrera; y finalmente en 1903. Ese sentimiento autonómico se expresó también entre 1855 y 1886, durante la existencia del Estado Federal de Panamá, creación de Justo Arosemena, suprimido luego por la Constitución centralista de Núñez. La separación de 1903, aun con la intervención de Estados Unidos, no puede ser calificada por Petro como un acto de cobardía colombiana. El Ejército colombiano no tenía posibilidad real de enfrentar el poderío naval estadounidense, cuyas naves podían neutralizar en minutos a las fuerzas colombianas ancladas en las bahías de Colón y Panamá, dejando a la tropa —mal pagada y peor abastecida— sin capacidad de reacción. Tampoco la marina colombiana estaba en condiciones de romper una interdicción naval impuesta por Estados Unidos. El presidente Petro parece desconocer aspectos esenciales de la historia de Panamá y de Colombia. Pero es propio de líderes fallidos exaltar el pasado y resucitar agravios históricos, en lugar de comprometerse con la construcción del futuro. Panamá y Colombia, como países vecinos y hermanos, pueden desarrollar acciones de progreso basadas en el respeto y la armonía, sin recurrir a un pasado mal interpretado y cargado de intencionalidad política. EL AUTOR es escritor y consultor ambiental. EL AUTOR es ex profesor de Ciencia Política y Teoría del Estado. Miembro de la Asociación Panameña de Derecho Constitucional. EL AUTOR es arquitecto y urbanista. Robinson Blandón La trampa espacial y la productividad Al no poder costear vivienda céntrica — debido a los costos privados de educación y salud que erosionan el salario y a la escasez de oferta media—, el trabajador es expulsado a la periferia: Panamá Oeste, Panamá Este o el Norte. Aquí emerge el tercer componente devastador: la movilidad. Una ciudad dispersa impone un impuesto brutal en tiempo y dinero. Mientras los gremios debaten si el trabajador es productivo en su puesto, se ignora que ese mismo trabajador llega a su oficina tras dos o tres horas de desgaste en un transporte público deficiente o en un tráfico paralizante. Llega agotado física y mentalmente por la fricción urbana. La baja productividad nacional no es solo un problema de capacitación; es hija del tranque. Un empleado que pierde cuatro horas diarias en traslados dispone de menos tiempo para capacitarse, descansar y convivir con su familia. Esa erosión del capital humano representa un costo directo para la empresa, aunque no figure en ningún balance contable. Hacia un pacto de certeza El gobierno suele permitir que empleadores y trabajadores se culpen mutuamente o centra el debate mediático en el precio del arroz o de los medicamentos, que no son más que síntomas. Es momento de elevar la mirada. La solución pasa por un nuevo pacto social, un verdadero pacto de certeza. Se requiere un Estado que garantice infraestructura y convivencia —orden y respeto a la ley— antes de exigir densificación. Se necesita un entorno urbano que reduzca el costo de vida por eficiencia sistémica, no por decreto. Si lográramos una ciudad con escuelas públicas de calidad, transporte masivo eficiente y espacios públicos seguros, el salario actual rendiría mucho más. La presión sobre las empresas disminuiría y la calidad de vida mejoraría. Mientras sigamos discutiendo si el problema es la avaricia empresarial o la incompetencia laboral, continuaremos ignorando que el verdadero obstáculo es el costo de una ciudad que no funciona. Un Panamá más justo pasa, inevitablemente, por un Panamá ordenado. Cada vez que se instala una mesa de salario mínimo en Panamá, presenciamos una coreografía predecible y desgastante. La discusión se politiza rápidamente y se atrinchera en dos narrativas opuestas que parecen irreconciliables. Por un lado, los sindicatos acusan al sector privado de insensibilidad ante el costo de la vida y de una negativa sistemática a distribuir la riqueza. Por el otro, el gremio empresarial argumenta que la productividad está estancada y que el trabajador panameño promedio no cuenta con las competencias, el dominio del inglés o las habilidades técnicas necesarias para justificar salarios más altos en una economía de servicios moderna. El Estado, sentado en la cabecera, suele actuar como un árbitro tímido de este pugilato, validando una cifra que rara vez satisface a alguien. Sin embargo, desde la perspectiva del ordenamiento territorial y la economía urbana, este fuego cruzado es una distracción peligrosa. Aunque ambos bandos presenten argumentos válidos sobre productividad y distribución, están ignorando al verdadero “depredador” del ingreso familiar y de la competitividad empresarial en Panamá: la ineficiencia sistémica de la ciudad que habitamos. Si analizamos con rigor la estructura de costos del Área Metropolitana, veremos que la brecha entre el salario y una vida digna no se resolverá únicamente con capacitación técnica ni con decretos de aumento salarial. El problema de fondo radica en las “tarifas sombra”, es decir, en los costos ocultos que pagamos por vivir en una ciudad donde el Estado ha renunciado a su rol de planificador, regulador y garante del orden. La doble tributación de facto El primer gran agujero en el bolsillo del panameño es la sustitución del Estado. Empresas y trabajadores pagan impuestos que, en teoría, deberían financiar el contrato social. Sin embargo, ante el colapso de la gestión pública, la clase media y trabajadora se ve obligada a pagar nuevamente en el Ramón A. Mendoza Opinión
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