7A La Prensa Panamá, lunes 15 de diciembre de 2025 Contacto [email protected] Los artículos de opinión y las caricaturas son responsabilidad exclusiva de los autores. La opinión de La Prensa se expresa únicamente en el Hoy por Hoy. gobierno federal estadounidense, lo que finalmente lo alejó del marxismo. Descubrió que las políticas públicas “bien intencionadas” —“lo que se ve y no se ve”, en las palabras célebres de Frédéric Bastiat— con frecuencia dañaban a quienes supuestamente pretendían beneficiar. ¿Por qué esta larga vida productiva incomoda a tantos en la izquierda? Porque desarma la narrativa de victimización perpetua que alimenta la industria de la “justicia social”. Sowell no niega la existencia del racismo o la discriminación histórica, porque las vivió; simplemente señala que no son variables determinantes en todos los resultados. Y propone algo radical: tratar a las personas como agentes libres, responsables y con capacidad de decisión, no como víctimas permanentes del “patriarcado”. El rechazo desde la academia mainstream coincide con su explosión de popularidad entre los jóvenes. Los videos de entrevistas con él acumulan millones de vistas. ¿Por qué? Porque su estilo aforístico funciona perfectamente en la era de TikTok. Frases como “Es difícil imaginar una forma más estúpida de tomar decisiones que ponerlas en manos de personas que no pagan precio alguno por equivocarse” resumen en segundos lo que otros economistas tardan Las colaboraciones para la sección de Opinión deben incluir la identificación del autor. Los artículos no deben exceder 650 palabras. No se publican colaboraciones que hayan aparecido en otros medios y La Prensa se reserva el derecho de seleccionar, editar y publicar. No devolvemos el material. Los límites de la lucha anticorrupción Modelo de desarrollo Indudablemente, la corrupción desvía recursos colectivos, distorsiona las prioridades del gasto público, deteriora instituciones y erosiona la confianza ciudadana; sin embargo, identificarla como la raíz de todos los males resulta problemático. Académicos de diversas disciplinas han estudiado cómo el discurso anticorrupción es más que un clamor moral: también es un instrumento político que legitima jerarquías globales, invisibiliza relaciones de poder y refuerza desigualdades. Khorshed Alam, comunicólogo bangladesí, ha señalado cómo los informes de Transparencia Internacional y su conocido Índice de Percepción de la Corrupción alimentan un imaginario en el que el Sur global es intrínsecamente corrupto y el Norte aparece como modelo de transparencia. El politólogo Aram Ziai ha descrito este proceso como un mecanismo de construcción de un “Otro” inferior: países supuestamente incapaces de autogobernarse y que, por ello, deben ser tutelados y corregidos. No sorprende entonces que algunos panameños piensen que Washington tiene derecho a “disciplinarnos”. Sin embargo, los escándalos internacionales de evasión fiscal, los flujos ilícitos en grandes bancos del Norte global y las reglas desiguales del comercio internacional evidencian que el problema no se limita al “tercer mundo”, como también explica el antropólogo Jason Hickel. En The hollowness of anti-corruption discourse, Mlada Bukovansky muestra que el consenso internacional anticorrupción reduce problemas complejos a un marco tecnocrático de reglas y monitoreo. Así, la transparencia y la lucha anticorrupción limitan el debate público a estos aspectos, mientras silencian cuestiones de fondo como la concentración de la riqueza, el diseño fiscal o el rol del capital transnacional, como también ha estudiado el politólogo suClaudia Cordero Economía básica Responsabilidad individual A sus 95 años, Thomas Sowell sigue siendo más relevante que muchos influencers de la generación Z. Su cuenta de citas en redes sociales tiene casi el doble de seguidores que políticos socialistas que supuestamente “conectan” con los jóvenes. ¿La razón? Sowell dice verdades incómodas que la academia prefiere ignorar. Tras leer recientemente una nota sobre el autor y sus muchas décadas productivas, vale la pena ahondar un poco en su trayectoria. Sowell representa todo lo que la corriente dominante de la academia actual detesta: claridad ideológica, datos antes que feelings y la importancia de la responsabilidad personal por encima de la victimización colectiva. Su mensaje es sencillo: las decisiones tienen consecuencias, los incentivos importan y la planificación central fracasa porque nadie puede tener toda la información necesaria para dirigir una economía. Lo irónico es que Sowell llegó a estas conclusiones después de haber sido marxista en su juventud. No es un privilegiado que nunca entendió la pobreza; por el contrario, se crió sin electricidad ni agua corriente en el sur segregacionista de Estados Unidos. Fue precisamente su encuentro con los datos reales, trabajando desde un puesto en el páginas en explicar. El problema, como lo señala el historiador Niall Ferguson, es que Sowell está “completamente exiliado de los cursos de posgrado”. Las universidades Ivy League prefieren hoy enseñar “teoría crítica” y “justicia social” en lugar de economía básica —título de su libro Economía básica: un manual de economía escrito desde el sentido común—. El resultado, a juicio de muchos, es la formación de generaciones de estudiantes que no entienden conceptos fundamentales como la escasez, los incentivos o los costos de oportunidad, pero sí pueden arengar extensamente sobre “estructuras de poder” y “opresión sistémica”. La paradoja es notable para quienes comparten su manera de ver el mundo: mientras la academia lo rechaza, Sowell se vuelve más influyente. Su marginación ha coincidido con su expansión digital. Los guardianes del conocimiento institucional perdieron el monopolio en la difusión del mensaje “políticamente correcto”, suplantado por las redes sociales. Y resulta que, cuando las ideas compiten libremente, las de Sowell —respaldadas por décadas de investigación rigurosa— resuenan más que el “bla, bla, bla” posmodernista tan popular hoy en día. Sowell es importante porque escribe sobre lo que los datos de la vida real le han demostrado, no sobre lo que la moda intelectual le impone. En una era de conformismo académico “woke”, esto es genuinamente revolucionario. Opinión EL AUTOR es director de la Fundación Libertad. LA AUTORA es investigadora del Cieps. dafricano Roan Snyman. En regímenes autoritarios, la anticorrupción sirve como arma para purgar rivales y concentrar poder; en democracias frágiles, advierte el politólogo Thomas Carothers, se reduce a un eslogan electoral vacío. Panamá es un buen ejemplo: cada elección viene cargada de promesas anticorrupción que nunca derivan en cambios profundos y que alimentan la antipolítica. La retórica legalista y moralizante ignora las causas sistémicas de los problemas y, cuando constatamos que nada cambia, la indignación se recicla, crece la idea de que lo público no funciona y de que “todos los políticos son iguales”. Se normaliza entonces la demanda de mano dura o la tolerancia hacia liderazgos autoritarios, lo que erosiona la confianza en la democracia, como ya reflejan datos recientes del Latinobarómetro y del Cieps. Sin embargo, la corrupción no se resuelve con mano dura ni con manuales de buena gobernanza, porque no es un problema de manzanas podridas, sino de incentivos institucionales y de relaciones de poder históricas y globales, como advierte el politólogo sueco Bo Rothstein. Por ello, la consigna de que “el dinero alcanza cuando nadie roba” resulta engañosa: aun si no se robara un centavo, un modelo económico dependiente del tránsito, del capital y de la especulación financieras, y con un sistema tributario regresivo, difícilmente puede ser socialmente justo o generar bienestar colectivo. El malestar frente a la corrupción es legítimo y señalar a los corruptos es necesario, pero, paradójicamente, no acabaremos con ella si la convertimos en el centro absoluto del debate. Superar explicaciones totalizantes y simplistas permitiría elevar la discusión hacia aquello que realmente marca nuestro destino: la distribución de la riqueza, el rol de Panamá en la economía global y un modelo de desarrollo atrofiado que —además de beneficiar a pocos y propiciar la corrupción que tanto rechazamos— nos amarra a él como si fuera nuestro único destino posible. Cuando Trump amenazó con tomar el Canal a principios de año, algunos panameños lo aplaudieron, convencidos de que Panamá merecía las afrentas por ser un país con altos niveles de corrupción. Según estas opiniones, una intervención de Estados Unidos ayudaría a “poner orden” en el país. Si bien el tema amerita un debate complejo, lo cierto es que hoy la corrupción ocupa un lugar privilegiado en la agenda pública. Encuestas del Cieps la ubican en primer lugar entre los problemas del país, y una medición reciente de La Estrella de Panamá mostró que para el 34% de la población es el problema más urgente, incluso antes que el desempleo, el costo de vida o la educación. La lógica parece ser que todo problema deriva de ella, por lo cual eliminarla haría que el país “funcionara”. Esta centralidad de la corrupción no es casual. En los años ochenta y noventa, con los programas de ajuste estructural, organismos como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y, más adelante, el Banco Interamericano de Desarrollo, impulsaron la idea de que el problema del llamado subdesarrollo no era la desigualdad en el sistema global ni la dependencia económica que este genera, sino la falta de “buena gobernanza” y la corrupción local, entendidas en parte como rasgos culturales que debían erradicarse de nuestros países “indisciplinados”. En Panamá, este enfoque se consolidó junto con privatizaciones y desregulaciones, bajo el mantra de que atraer inversión requería “limpiar” las instituciones y mejorar los índices de percepción, dejando aspectos cruciales del modelo de desarrollo en segundo plano. Así se instaló una narrativa enfocada no en las estructuras económico-políticas que condicionan la vida del país, sino en la conducta de funcionarios y políticos. A los 95 años, Thomas Sowell desafía la ortodoxia académica con datos, claridad y sentido común, mientras su influencia crece fuera de las aulas universitarias. Surse Pierpoint Una mirada crítica al discurso anticorrupción dominante y a sus límites para explicar la desigualdad, el poder global y el modelo de desarrollo que condiciona la democracia panameña. Las murallas del alma Geopolítica Hubo un tiempo en que China, temerosa de los pueblos del norte, levantó una muralla para protegerse del resto del mundo. Aquella obra colosal cumplió su función militar durante un tiempo, pero su efecto más profundo fue otro: aisló a China de los intercambios humanos, del roce fecundo con otras culturas, y la confinó en la ilusión de su propia suficiencia. Mientras Europa y el mundo islámico se abrían al conocimiento, China permanecía encerrada en su pasado glorioso, protegida pero estancada. Toda muralla física termina siendo también una muralla mental. Y cuando una nación levanta muros para protegerse del extranjero, suele terminar protegiéndose del cambio, del aprendizaje y del futuro. Los muros separan cuerpos, pero, sobre todo, separan ideas. Estados Unidos, al insistir en construir un muro que lo separe de sus vecinos, repite, quizás sin saberlo, un gesto antiguo: el del poder que teme perder su pureza y se encierra. Pero no hay grandeza posible en el aislamiento. La fuerza de una civilización está en su capacidad de mezclarse, de aprender, de enriquecerse con lo distinto. El intercambio es el oxígeno del progreso; el encierro, su asfixia. Y hay una muralla aún más peligrosa que la de concreto: la que se levanta en la mente cuando un pueblo empieza a creer que su raza, su cultura o su religión son superiores a las demás. Ese pensamiento, que parece un acto de orgullo, es en realidad la antesala de la barbarie. De él nacen las guerras, los genocidios y las humillaciones que han ensombrecido la historia. Quien se siente superior deja de aprender; quien desprecia al otro, deja de ser plenamente humano. Por eso, las murallas —sean de piedra o de prejuicio— no protegen: empobrecen. Ninguna civilización se ha salvado encerrándose. Las que perduran son las que se abren, las que integran, las que entienden que el mundo no se domina, sino que se comparte. Ojalá que los países que hoy levantan muros recuerden la lección de la historia: todo muro construido para defender la identidad termina erosionando el alma de quien lo erige. EL AUTOR es exdirector de La Prensa. Carlos E. González de la Lastra Fundado en 1980 Miembro de la Sociedad Interamericana de Prensa Presidente y Director Editorial (Encargado) Jorge Molina Mendoza Gerente Comercial Sudy S. de Chassin Subdirectora y Editora de la Unidad de Investigación Mónica Palm Subdirector Asociado Rolando Rodríguez B. Editora Digital Yolanda Sandoval Editor del Impreso Juan Luis Batista ISSN 2953-3252: La Prensa ISSN L 1605-069X: prensa.com Aviso sobre el uso de Inteligencia Artificial Este periódico emplea inteligencia artificial (IA) para asistir en la edición de contenidos y mejorar la experiencia de lectura. Garantizamos que todo contenido publicado es creado y rigurosamente revisado por nuestro equipo editorial antes de su difusión. Utilizamos la IA como herramienta de apoyo para asegurar la precisión y calidad de la información que entregamos a nuestros lectores. Esta es una publicación de Corporación La Prensa, S.A. ©. 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