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5A La Prensa Panamá, lunes 20 de octubre de 2025 La provincia sufrió cierres y manifestaciones entre abril y junio de 2025, producto del rechazo a la ley de la Caja de Seguro Social aprobada a finales de febrero. Las manifestaciones fueron lideradas por el sindicato de bananeros. Cortesía/Minseg larios, el gobierno solía favorecer a la empresa, reprimiendo huelgas o evitando confrontar a la compañía. “El sindicato se creó en 1960. Antes no existían organizaciones sindicales, tampoco la ley de protección de los derechos de los trabajadores”, expresa Manuel. Entonces los paros y huelgas en reclamo de mejores condiciones laborales y salarios se hicieron más frecuentes. Fue el primer movimiento sindical que marcó un nuevo rumbo en las relaciones entre la empresa y los trabajadores. “La reacción de los empresarios fue acusar al sindicato de comunista”, exclama el productor, ahora miembro de una de las pocas cooperativas que subsistieron y que mantiene a unos 600 agremiados. Luis Nuquez, expresidente de la Asociación de Productores Industriales de Banano del Atlántico, también entró al mundo bananero siendo apenas un niño. A los 12 años de edad pasaba sus vacaciones en las empacadoras, rodeado del olor dulzón de la fruta recién cortada y del trajín incesante de las cajas listas para exportar. Al cumplir la mayoría de edad, dio un salto mayor: compró a su padre 220 hectáreas de tierra y empezó a producir por su cuenta. Su memoria recorre los años 1960 con un matiz distinto al de muchos de sus contemporáneos. Desde su perspectiva, el surgimiento de los sindicatos no fue tanto fruto de la rebeldía obrera como de la astucia política. “Los políticos se dieron cuenta de que podían manipular a la gente de campo, en su mayoría indígena. Les dijeron que la empresa no servía y se dejaron engañar”, rememora el empresario que en la actualidad alquila sus tierras a la bananera. Hace una pausa y sigue: “La gente vivía cómodamente; tenía todo. Pero les decían que la compañía tenía que pagar más y vinieron las huelgas. Lograron un aumento de apenas cuatro centavos por hora, mientras los políticos buscaban el respaldo de los sindicatos en las elecciones”. Para Nuquez, aquella fue la semilla de una relación torcida entre política y el banano, una dinámica que todavía perdura. Y que, según él, volvió a hacerse evidente en la huelga más reciente, la misma que obligó a la empresa a detener operaciones en Panamá. El declive de la United Fruit Company se acentuó a mediados del siglo XX, perdió el control y la rentabilidad debido a factores como la sigatoka negra, plaga conocida también como “el mal de Panamá”, y la presión sindical. Entonces el gobierno de turno a cargo del general Omar Torrijos, en 1976, asumió un rol más activo y tomó el control de las tierras y operaciones, amparado bajo la Ley 103 de 1973, que creó la empresa estatal Corporación Bananera del Atlántico (Cobana), para garantizar los empleos de miles de trabajadores y se impuso un salario mínimo. Paralelamente nacieron las cooperativas de Servicios Múltiples Bananera del Atlántico y del Pacífico (Cobana y Coonapal), y como una especie de experimento de autogestión, Torrijos creó las primeras empresas mixtas que seguían la línea de Cemento Bayano, la electrificación y la aviación. Más tarde fracasaría la iniciativa bananera ante la limitación de mercados en Europa y la baja eficiencia en el cultivo. “Con la muerte del general Omar Torrijos surgió la idea de privatizar las fincas bajo el argumento de que había una mala administración gubernamental”, explica Manuel, el veterano jornalero. “Fue así que en los años 1990, cuando yo estaba trabajando en las fincas, se privatizaron nuevamente”, rememora el entonces líder del Sindicato Independiente. El sindicato hizo varios intentos para comprar algunos terrenos, pero la desprestigiada reputación que perseguía a las organizaciones le impidió acceder al crédito en la banca: “Siempre nos decían que éramos comunistas. No éramos bien vistos”, dice el bananero Manuel. El Estado permitió el regreso de la empresa privada y Chiquita Brands International recuperó el negocio del oro verde. Con la liberación económica, la empresa mantuvo un rol dominante, aunque menos paternalista que en el pasado. El Estado actuaba más como mediador en conflictos laborales que como regulador del modelo productivo. Grandes huelgas como las de 1990 y 1999 evidenciaron que el conflicto social sustituye al control empresarial directo. Una experiencia que se repitió, esta vez más profunda, en abril de 2025, con la paralización de labores liderada por el sindicato bananero, aunque en esta ocasión los reclamos no iban dirigidos precisamente a una relación contractual, sino a la modificación de la ley de la Caja de Seguro Social (CSS) y derechos adquiridos en la Ley 45 de 2017 que regula la actividad. El impacto fue tan profundo que, en medio de la huelga, la empresa anunció el cierre de sus oficinas administrativas, lo que dejaba al sindicato abogando en una lucha sin contraparte: la empresa. “Tras un mes de huelga por la aprobación de la Ley 462 de la CSS, los sindicalistas dieron un giro en su discurso y pasaron a exigir reformas a la Ley 45, que regula la actividad de los trabajadores del sector bananero”, resume Luis Nuquez. La Asamblea aprobó una ley especial para los bananeros, pero los sindicatos exigieron la sanción presidencial antes de ceder. En ese contexto, con las vías cerradas, la Policía arrestó a Francisco Smith, líder de Sitraibana, por supuestos delitos de seguridad y orden público. El cierre de la empresa impuso una fuerte presión económica al gobierno por los miles de trabajos que quedaron cesantes, lo que forzó al presidente José Raúl Mulino a reunirse durante una visita oficial en Brasil con los directivos de la empresa para reconsiderar su regreso. Según el acuerdo, el Gobierno se comprometió a evaluar incentivos legales, fiscales y aduaneros, así como a garantizar la seguridad y el orden público en la región. Por su parte, la empresa asumió cinco obligaciones, entre ellas, reactivar las operaciones en un plazo razonable, bajo las modalidades de participación colaborativa —lo que en un principio el gobierno llamó aparcerías-- y reincorporar progresivamente a los trabajadores, priorizando a los residentes de Bocas del Toro. Las “aparcerías” están contemplada en el Código Agrario de 2011, que habilita la creación de este tipo de asociaciones con patrimonio propio y personalidad jurídica. La idea contemplada en el código consiste en promover nuevos actores en la producción y tercerizar a los trabajadores. En este sentido, la gestión y cumplimiento de sus derechos están en manos de los contratistas, sometidos a presión por la reducción de costos sobre los beneficios. La fórmula de asociación agraria, según productores consultados por este medio, se implementa actualmente de la siguiente forma: los jornaleros —dice uno de ellos— “antes administradores de las fincas, ahora fungen como contratistas, como en el pasado lo hacía la bananera”. Según el productor, cada jornalero recibe $20 por ocho horas de trabajo y debe demostrar rendimiento a la empresa, que sigue siendo el comprador exclusivo. La empresa clasifica y califica la fruta (según la calidad) cuando la vende el productor. En teoría, cada administrador de finca debe respetar los derechos de sus trabajadores. En este escenario, el contrato de concesión de 6 mil hectáreas suscrito en 2017 entre el gobierno y la Chiquita International, que continúa vigente hasta 2037, abarca 21 fincas cuya extensión determina la necesidad de mano de obra. “Todas deben producir la fruta en forma exclusiva para la empresa Chiquita bajo los requerimientos establecidos”, zanjó el experimentado productor consultado sobre el nuevo método. Mientras, Smith, en representación del sindicato, prepara una demanda contra la empresa en reclamo por los montos de liquidación de los jornaleros. Por el momento, cuenta con aproximadamente tres mil poderes, personas que se sienten inconformes con los cálculos contractuales que determinó la bananera en su desvinculación laboral. Bajo el mencionado modelo de asociaciones, la multinacional evita responsabilidades legales y sindicales, dejando a las contratistas la tarea de lidiar con sindicatos o conflictos laborales. Bajo esta estrategia, empresas automotrices, azucareras, mineras y de construcción en Latinoamérica buscan diluir la relación laboral directa, reducir costos sindicales y de prestaciones. En el marco de los parámetros señalados, el gobierno informó sobre la reactivación de 3 mil plazas de empleo en una primera fase. Para Nuquez, es el “preámbulo de nuevos conflictos sociales porque no hay garantía de que estas asociaciones agrarias mejoren las condiciones laborales”. Lo anterior se desarrolla en una provincia cuyas estadísticas evidencian estragos sociales profundos: el 41% de la población vive en pobreza; de ese porcentaje, un 21% se encuentra en pobreza extrema, según datos de la Secretaría Nacional de Ciencia y Tecnología. Ese mismo informe data que el 40% de la población está desconectada de la red eléctrica, mientras que el 20% de las viviendas está fuera del abastecimiento hídrico, y la mitad de la población no tiene agua potable en su casa. El desempleo roza el 15%; la desnutrición crónica en menores de cinco años registra un 32%, por encima del promedio nacional panameño (5.6%), según datos de la Organización de Naciones Unidas y el Banco Mundial. La tasa de escolaridad alcanza 7.8 años, de acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Censo (INEC) de Panamá, comparada con los 11.6 años en el resto del país. La inversión per cápita se sitúa en $659, cuando en la provincia de Panamá alcanza los $11,889, según el Informe de Ejecución de Inversión del Programa del Ministerio de Economía y Finanzas 2022. Aunque el Estado ha intentado adoptar un rol más activo en el desarrollo de infraestructura, salud, vivienda, servicios de agua potable y turismo, permanece un resabio de décadas de abandono y dependencia. Esto se acentúa en las zonas de difícil acceso y en una alta presencia de población indígena Ngäbe-Buglé, que enfrenta desafíos particulares. En contraste con los datos mencionados, un trabajador en plena época de producción del banano puede ganar $150 a la semana. “Eso equivale a 48 horas de ardua jornada”, revela Manuel. “Chiquita pagaba salario mínimo, aunque algunas cosas difieren por el empaque, que puede llegar a $200 por semana, un poco más de lo que paga la cooperativa”, resume el miembro de la cooperativa que vende su producto a otros mercados europeos. El clientelismo como forma de gobierno Adelita Coriat ESPECIAL PARA LA PRENSA [email protected] La persistente ausencia institucional ha favorecido el liderazgo de figuras políticas a quienes acude la población para encontrar soluciones: una plaza de trabajo, ayuda para la atención médica y otras necesidades ante la falta de oportunidades. Una de esas figuras tiene un nombre que se pronuncia con familiaridad y con recelo a la vez: Benicio Robinson. El diputado, que ha sido electo en la provincia por más de dos décadas consecutivas, durante ese tiempo se ha convertido en mucho más que un político: para muchos bocatoreños es como un solucionador. Mantiene una de las planillas más abultadas en la Asamblea Nacional, que supera los $261 mil mensuales, según datos de la Contraloría General de la Nación. Esto le permite chorrear ingresos a cientos de seguidores que no necesariamente trabajan en el parlamento, alimentando así un sistema clientelista. Su figura atraviesa generaciones y partidos rivales, y su sello es visible en la manera en que se hace política en Bocas. De esa manera, diputados como él activan sus conexiones con el gobierno de turno para impulsar proyectos públicos que, muchas veces, no responden a una planificación real. Esas obras se traducen en empleos temporales en sus distritos, sobre todo para jóvenes sin acceso al crédito ni a oportunidades formales. Cuando los proyectos terminan —encargados por el Gobierno Central a estos líderes locales bajo la idea de que son quienes realmente llegan a la gente, aunque la población los vea como un freno al desarrollo—, todo vuelve al punto de partida. La falta de trabajo reaparece y, con ella, los paros, los cierres de calles y las presiones al mismo gobierno que los financió. Así se repite un círculo vicioso. Y cuando las protestas se desbordan, esos dirigentes suelen ser los primeros en desaparecer. Durante la crisis, Mulino culpó al Partido Revolucionario Democrático (PRD), el más numeroso en membresía y del cual Robinson es presidente, de generar una disputa junto al sindicato y sectores “de izquierda” que se “ven afectados por la aprobación de la ley, porque ya no son dueños de la CSS”, pronunció Mulino durante una de sus acostumbradas intervenciones matutinas de los jueves. “Un botín que ya no controlan”, sentenció el mandatario. “Los políticos que más vimos aquí son del PRD, el colectivo más organizado, logístico y que tiene los fondos para un movimiento de esa magnitud. Las personas veían que la gente que estaba en la calle era PRD”, recuerda Nuquez, exalcalde (19841989) y exgobernador (1999-2001) de Bocas del Toro. Sospechas que, hasta el momento, las autoridades no han confirmado. En Bocas del Toro, la historia se repite como un eco: gobiernos ausentes, la banana como sustento y cadena, la política que reparte favores y las protestas que revientan cada tanto como recordatorio de una deuda nunca saldada.

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