9A La Prensa Panamá, lunes 11 de agosto de 2025 Vida cotidiana en la Bogotá de la década de 1950. Foto/captura de pantalla/Leo Matiz (Youtube) Un viaje a Colombia con $7 Stanley Heckadon Moreno ESPECIAL PARA LA PRENSA [email protected] MEMORIAS Un joven panameño viajó a Colombia con los scouts del Colegio Javier. Con solo 7 dólares, recorrió ciudades, volcanes y trenes, ampliando su visión del mundo y coleccionando memorias inolvidables. Con los scouts del Colegio Javier hice mis primeros viajes por el país, a las cuevas del río Chilibre, a Chitré y a San Blas en un barremina de la Marina americana. Un día se rumora que haríamos un viaje al exterior. Mi madre, que de día era maestra en El Chorrillo y estudiaba en la Universidad de Panamá de noche, logró reunir los $50 del pasaje. Nos embarcamos en el puerto de Balboa, Zona del Canal, y ella, antes de bajar a tierra, me dio 7 dólares para mis gastos. Zarpamos en el Américo Vespucio, torpedeado en Génova por los ingleses durante la Segunda Guerra Mundial, junto al Cristóforo Colombo y el Usso di Mare. Tras la guerra, Italian Line los reflotó, los chapisteó y los puso a llevar carga e inmigrantes entre Europa y las Américas. Hubiese preferido el Cristóforo, pero el Américo estaba bien, pues nuestro continente llevaba su nombre y él había sido piloto mayor y cartógrafo. Como pasajeros de tercera, dormíamos en el casco cuyo metal absorbía el intenso calor diurno que, de noche, despedía como sofocante radiación. Dormíamos entre la sala de máquinas y la de carga, sin ventanas. Algunos optaron por dormir en cubierta. No lo hice por temor a caer al mar. Comíamos pastas y pan en largas mesas de madera del comedor, con familias campesinas italianas que migraban a Chile. Como vimos que los waiters servían a los niños italianos una chicha que parecía Kool-Aid de uva, les pedimos nos sirvieran. Pero resultó un vino amarguísimo que dejamos. Pedimos vasos de agua y dijeron que el agua solo era para bañarse. De día explorábamos la nave y en la sala de recreación jugábamos dominó con los marineros que no estaban de turno. Perdimos todas las partidas. De lejos admirábamos a las niñas italianas. Entre los scouts mayores apostaban quién sería el primero en hablarles. “Chachi” Quiroz dijo que él iría, pues el italiano y el español eran lenguas hermanas. Fue y les dijo algo que sonaba a español panameño con acento italiano. Ellas rompieron a reír y, con señas, le indicaron que regresara a nuestra tribu. Desembarcamos en Buenaventura. Un bus nos llevó por una carretera de cascajo hasta Cali. Paramos en una tienda y bar con clientela campesina, con ruanas y caballos amarrados afuera. Pedimos sodas. El tiendero preguntó: ¿sodas o gaseovisitarlo comentando lo que haríamos con la nieve. Desoyendo al conductor, quien aconsejó ir despacio por la altitud, corrimos a organizar una guerra con bolas de nieve y pronto el mareo acabó con el conflicto. En Bogotá nos alojó el Colegio San Bartolomé, fundado por los jesuitas en 1604. Recorrimos la ciudad, visitamos la Universidad Javeriana, el Salto de Tequendama y la Catedral de sal en Zipaquirá. De allí traje dos novedades a casa: piedras de sal de mina y piritas de oro. Un DC-6 de la Fuerza Aérea Colombiana nos llevó a Barranquilla. Nos alojamos en Puerto Colombia, en una casa de ejercicios espirituales de los jesuitas frente a la playa, donde al atardecer jugábamos béisbol con una bola de tenis. Hans Svatos fue el pitcher ganador. En el vuelo a Panamá, los pilotos volaron a baja altura y apreciamos el hermoso archipiélago de San Blas. Al aterrizar en Albrook, traía 5 dólares de vuelto. Ya en casa, a orillas del río Chiriquí Viejo, al preguntarme qué traía de bueno de Colombia, además de los cuentos, mostraba la sal de piedra, ya que solo se conocía la sal marina. Como los abuelos habían buscado en vano la famosa mina de oro La Estrella, los primos sufríamos la fiebre del metal. Al mostrarles las piritas de hierro les decía que, cuando diéramos con la famosa mina de igual tamaño, serían las pepitas. Para un niño del río más lejano al poniente de la capital, este viaje hace siete décadas amplió mucho su visión del mundo. El legado de Justo Arosemena HOMENAJE María Fernanda Krienert Rivera El 9 de agosto de cada año se celebra el día del abogado en Panamá en honor al natalicio de Justo Arosemena. Más que celebrar es importante tomar esta fecha para reflexionar. Y, no hay figura más apropiada para hacerlo que la de Arosemena. Más allá del jurista brillante, del político adelantado a su época o del pensador fundamental en nuestra historia republicana, quiero hablar de su legado más íntimo; que los abogados deben practicar el Derecho con conciencia. Hay figuras que trascienden los libros. Arosemena es una de ellas. No fue solo autor de obras como Estudios Constitucionales, sino un abogado con profundo sentido de vocación. Su defensa de la autonomía del Istmo no fue un deseo político, sino una afirmación de identidad sostenida con argumentos jurídicos. Fue capaz de mezclar la técnica y sensibilidad en tiempos de polarización, siempre apostando por el equilibrio, la razón y la legalidad (prevalencia del Estado de Derecho), además, con una ética íntegra. Para quienes ejercemos el Derecho hoy, su legado se manifiesta de muchísimas formas: cuando una abogada se rehúsa a replicar prácticas sin cuestionarlas, cuando un abogado joven prepara una audiencia, cuando alguien explica una norma con rigor, también con humanidad. Su legado vive cada vez que elegimos el Derecho no como un fin en sí, sino como una herramienta para garantizar justicia y dignidad. La mayor enseñanza que nos deja Arosemena es que el Derecho no puede ejercerse sin conciencia. Su vida nos recuerda que no basta con dominar el contenido, hay que tener claridad sobre el propósito. No ser máquinas jurídicas, sino abogados que se detienen, que dudan, que se forman y emiten juicios tomando en cuenta lo anterior. El legado de Justo Arosemena vive cada vez que un abogado se rehúsa a hacer las cosas “porque siempre se han hecho así”. Vive cuando un abogado se para con firmeza frente a un juez. Vive cuando defendemos la ley como herramienta de equilibrio, no como excusa de poder. En otras palabras, vive en cada abogado que analiza con profundidad y actúa de acuerdo con sus principios éticos. Seguir el legado de Justo Arosemena implica no conformarse con ser abogados correctos, sino aspirar a ser abogados íntegros. Abogados que estudian con diligencia, que enseñan con generosidad, principalmente que no temen a la duda ni al debate. Abogados que entienden que servir al Derecho no es un formalismo, sino una herramienta para que el individuo alcance su libertad. Y eso requiere convicción, pero también valentía. Por ende, el tributo a Arosemena no es repetir su nombre cada 9 de agosto, sino ejercer con profundidad, con sentido crítico y con responsabilidad. Finalmente, y en un mundo donde el Derecho puede usarse tanto para expandir como para restringir libertades, el legado de Arosemena nos obliga a escoger con claridad qué defendemos. Ser abogados al estilo de Arosemena es entender que cada vez que defendemos una causa en pro de la libertad, por pequeña que parezca, estamos ampliando el alcance real de la libertad. Y es recordar que la libertad no se sostiene en discursos, sino en estructuras sólidas, en instituciones que funcionen y en profesionales que ejerzan su función con ética, valentía, sentido histórico e integridad. Ese es el legado que de verdad importa y que debemos honrar con hechos, no solo con palabras. sas? Dijimos: sodas y frías. No las bebimos por ser sodas simples usadas en Panamá para highballs. Unos scouts retaron al billar a los campesinos, perdiendo los nuestros. Decidido a defender los colores patrios, mentí y dije que traía de Chiriquí grandes destrezas, pero en vez de darle a la bola con el taco, rasgué la tela verde del tapiz de la mesa. El cantinero, enfurecido, dijo que esa tela era cara y me quitó el taco. En Cali nos albergó el colegio jesuita Berchmans y el Club San Fernando nos dejó usar su piscina. Club que recuerdo al escuchar a Pacho Galán tocar el merecumbé “San Fernando”. Visitamos la Hacienda El Paraíso con su casa de teja y jardines, hecha famosa por Jorge Isaacs en su novela María, que leíamos en clase. Cuando en 1956 leí en los diarios de Panamá que en Cali habían estallado camiones del ejército llenos de dinamita, con muchos muertos y heridos, sentí como si hubiese ocurrido en el Istmo. Un tren jalado por una vieja locomotora quemadora de carbón nos dejó cubiertos de ceniza en Manizales. Emocionados, veíamos el Nevado del Ruiz. Según los meseros de la pensión, era un volcán muerto, con 5,300 metros de altura y nieves perpetuas. Lo comparábamos con el volcán Barú, punto más alto de Panamá, con 3,400 metros y sin nieve. Fuimos en bus a
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