6A La Prensa Panamá, sábado 15 de febrero de 2025 Hace poco fui invitado a dar una presentación sobre la escritura y producción de libros en la cuarta Canal Zone Reunion de Panamá, en un marco de charlas titulado “I’m from Panama and I never knew that”, que se traduce a “Yo soy de Panamá y yo nunca supe eso”. El evento se llevó a cabo en el hotel Radisson de Amador, un territorio de la ex zona del CanalalasombradelPuentede las Américas. Al llegar a la actividad cualquiera pensaría que acababa de aterrizar en Florida o California: el lugar estaba repleto de personas hablando inglés, en su mayoría blancas pero no todas, vistiendo shorts o bermudas, camisas o blusas oreadas, chancletas e incluso cutarras y sombreros pintados. Sin embargo, estos gringos no eran estadounidenses per se, eran en su mayoría zonians, o zoneítas en castellano panameño, o gente que nació y creció en los territorios alrededor del Canal tanto del lado del Pací- co como del Atlántico. Para el panameño promedio, estas personas no son más que estadounidenses panameñizados que disfrutaron de lo mejor de dos mundos durante su tiempo aquí. Pero para aquel que quisiera conocer más sobre ellos este grupo representa –y esta es una teoría con cierto fundamento– una especie de tribu perdida de Panamá, con una cultura e identidad propias, en la que ellos se identican como panameños ante todo. El evento era precisamente para celebrar esa conexión y todo lo que conlleva. Así como se puede ser chino panameño o judío panameño o de ascendencia española, estos “panagringos” zonians se sienten tan panameños como tú y como yo. Hablan español machacado, pero lo hablan y lo entienden, y su inglés tiene un acento raro, tropicaloso que siempre los hace destacar en los estados del norte. Ellos aprecian un raspao, un mango y el arroz con pollo tanto como a Los Rabanes, los Carnavales o el ir a la playa, junto a otro montón de elementos y actividades socioculturales que son parte de la idiosincrasia panameña. Vale destacar que esto fue, en gran parte, un cambio generacional post los Tratados Torrijos-Carter. Los zoneítas de las primeras generaciones, nacidos desde los asentamientos de esta comunidad una vez terminaCelebrando con los ‘zonians’ do el Canal en 1914, todavía poseían una mentalidad más americanizada en la cual ellos eran lo máximo, la zona y el Canal eran suyos porque ellos los hicieron, y los panameños eran los vecinos pobres a quienes cuidaban y mantenían a distancia sin mezclarse. Con el paso del tiempo, y sobre todo las generaciones más recientes nacidas durante las últimas tres décadas del siglo pasado, estas personas crecieron con una identidad más panameña y menos estadounidense, creando un grupo étnico único que tenía más interacción con el resto del país y su cultura. La reunión es liderada por Alex Reyes, un zonian orgulloso que también es el cantante de Shorty & Slim, un conjuntomusicalcon30años de trayectoria que expresa de forma colorida esta yuxtaposición cultural. Él y su equipo organizador entienden que no todos los zonians, sobre todo los más viejos, se sienten tan panameños como ellos, sin embargo hay cientos, si no miles, de otros con el mismo sentimiento de orgullo. Más de 400 se dieron cita a su Canal Zone Reunion, donde durante una semana hubo varias actividades socioculturales. En el tiempo que estuve allí no escuché a nadie hablar de Trump o de “retomar el Canal”, y el humor general era alegre y cordial. Reyes planea ampliar el evento del próximo año para incluir a los panameños que, de alguna forma u otra, por trabajo o por relación, poseen una conexión con los zonians, que en teoría deben ser muchos, para celebrar esta panameñidad compartida que dista mucho del prejuicio histórico y de la realidad mediática del momento. El autor es periodista, escritor y editor. Con amigos pescadores y langosteros en El Islote. De izquierda a derecha, Eugenio de Hoyos de pie y recostado al poste. “Trinitico”, en la pared a derecha. Sentados en primera fila LuisCastillo “Chirita” con un niño entre las piernas, Stanley Heckadon y Nel Cardales “Palindo”. No reconozco el pescador con la botella. Segunda fila y sentados Encarnación Castillo “Cocho, Reimundo de La Hoz “Pulido” en el medio Isidro Hoyos con suéter rosado. Foto/Archivos de Stanley Heckadon, 1969 Cuando el doctor perdió su prestigio Stanley Heckadon Moreno ESPECIAL PARA LA PRENSA [email protected] Raúl Altamar Arias ESPECIAL PARA LA PRENSA [email protected] Un estudiante de antropología viaja a El Islote para su tesis. Confundido con un médico, intenta curar a un herido, pero fracasa. Su prestigio se desvanece hasta que un incidente con un tiburón tigre le permite recuperar la conanza local. Tras terminar mis materias en la Universidad de los Andes, me preparé para viajar a El Islote, en las islas de San Bernardo, a 60 millas náuticas al oeste de Cartagena, donde iniciaría mi trabajo de campo para la tesis de licenciatura. En aquel entonces, los antropólogos no solían interesarse por los pescadores; más bien estudiaban temas como la arqueología, la lingüística y la mitología. Patrice Bidou, etnólogo francés, me obsequió dos magnícas bolsas impermeables otantes. En la grande guardé ropa, mosquitero, manta, colchón in able, linterna y medicamentos. En la pequeña puse mi cámara Kowa, comprada en la 5 de Mayo, junto con rollos de película y mi libreta de notas. Como mi préstamo del IFARHU no cubría los gastos del trabajo de campo, llevaba mi arpón, máscara y chapaletas Arbalette para pescar en el mar y vender el pescado a los compradores. Este equipo me lo había enviado desde California mi compañero universitario Donald Skillman. Desde Bogotá volé a Cartagena, donde Blas López, compañero de la universidad, me alojó en su casa en el barrio de Manga. Su padre tenía un reconocido taller de mecánica. A diario debía ir a La Malla, el mercado de pescadores, para averiguar si alguna lancha viajaba a las islas. Al no encontrar ninguna, tomé un bus hasta Sincelejo, capital del departamento de Sucre y cuna de los famosos Corraleros de Majagual. Desde allí, un pequeño bus me llevó hasta Tolú, un pintoresco pueblo costero, epicentro del Golfo de Morrosquillo. Ahora estaba más cerca de El Islote, pero aún me quedaba camino por recorrer. La familia Barragán me alojó gratuitamente en un pequeño cuarto de su hotel La Plata. Gracias a Catalino, el hijo mayor, supe que una compradora de pescado viajaría a las islas y accedió a llevarme en su cayuco, una embarcación fabricada por los kunas de San Blas y bautizada “La María Palito”. Utilizaba un curioso motor fuera de borda inglés, marca Seagull, que aunque lento, era capaz de mover grandes cargas, como las enormes neveras de madera llenas de hielo. La borda del cayuco apenas sobresalía unas cuantas pulgadas sobre el agua. El motorista, Federman, era una verdadera enciclopedia de la música costeña y un gran bailarín. Me contó que había sido parte de un ballet folclórico en Cartagena y criticaba la forma de bailar de todo el mundo, asegurando que su fama se extendía por toda la costa. Zarpamos al amanecer y, al anochecer, atracamos en el puerto de El Islote, frente a la placita de la Santa Cruz. El puerto estaba repleto de cayucos, pero no se veía gente. Solo se escuchaban los acordes del acordeón, los tambores y las guacharacas provenientes de una esta amenizada por un “picó”, un tocadiscos portátil impulsado por un motor de gasolina, traído desde la población de Verrugas, en tierra rme. De repente, el “picó” se apagó y se desataron gritos, lamentos y llantos. Algo grave había ocurrido. Un gentío apareció en la placita cargando a un joven gravemente herido. Al verme desembarcar, un pescador gritó: “¡Ahí viene el doctor!”. En ese momento recordé la costumbre colombiana de llamar “doctor” a cualquiera que hubiese pisado una universidad. El herido se había dado un hachazo en el pie mientras cortaba leña por orden de su madre. Como todos los hombres de la isla, llevaba tres días celebrando las estas patronales de la Santa Cruz, bebiendo ron Tres Esquinas y bailando. Las mujeres que me rodeaban clamaban: “¡Doctor, haga algo!”. Al ver la sangre brotar, casi me desmayo. Desesperado, saqué de mi bolsa unas curitas, algodón, agua oxigenada, polvos de penicilina y esparadrapo. Pero, dado mi nulo conocimiento médico, el paciente siguió sangrando. Se hizo un profundo silencio hasta que alguien preguntó: “Bueno, y usted, ¿qué clase de doctor es?”. Cuando les respondí que era estudiante de antropología, alguien exclamó: “¡Entonces usted es un doctor de mentira!”. Acto seguido, se llevaron al herido a casa de Francisco Salas, el único curandero de las islas. Este le dio un trago de ron, le lavó la herida con querosén y lo cosió con unas viejas y oxidadas agujas quirúrgicas. Lo único útil de mi equipo fue la linterna con la que iluminé la “operación”. A los pocos días, el joven ya caminaba y salía a pescar. En un instante, este universitario de una prestigiosa universidad bogotana perdió su estatus en la comunidad que estudiaría durante los próximos tres meses. Recuperar mi prestigio me tomó muchas semanas, hasta que ocurrió el incidente con la gran sarda, un tiburón tigre. Edificio en el sector de La Boca, antigua Zona del Canal. Archivo La placita de La Cruz y el puerto de El Islote, islas de San Bernardo, 60 millas náuticas al oeste de Cartagena, donde hice mi trabajo de campo. Foto/Stanley Heckadon Moreno
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