Embajada_Espana

15 rutas de correo y pasajeros en ambos océanos, la fiebre del oro en California y el inicio de obras del canal francés. La música de salón panameña era, entonces, una plataforma en la que coincidían la danza social contemporánea, la música arrabalera, las danzas híbridas de la región caribeña, la música militar y la tradición musical eclesiástica, así como la herencia que venía desde el campo a través de conexiones marítimas locales. De este paisaje musical diverso, complejo, globalmente conectado y pujante, surgen personalidades importantes que contribuyeron a forjar esa plataforma de intercambio cultural. Entre ellos está el ya mencionado organista José de los Santos Benítez (1825-1886) y el violinista Miguel Iturrado (+1879) cuya vida y obra nos encontramos actualmente estudiando. Músicos como estos, que crecieron y aprendieron su arte en un entorno donde el intercambio cultural era la norma, contribuyeron a desarrollar una cultura musical rica cuyos bailes de salón, según al menos una observadora contemporánea “no tiene nada que envidiar a los de Nueva York”. A lo largo de esta época culturalmente rica y diversa, y muy a pesar de la inestabilidad política prevalente durante el período colombiano del istmo, la necesidad de aprender instrumentos musicales en la élite continuó sin aparente merma desde la época española—los documentos nos revelan una sociedad en la que maestros de diversos instrumentos ofrecían sus servicios tanto a familias de fortuna heredada, como a aquellas cuyo caudal provenía del comercio. Maestros de música tanto locales (como Ramón Díaz del Campo y Soparda, también tesorero de la ciudad) como foráneos enseñaban privadamente el arte musical. Ciertamente no era la única de las actividades, también vemos en oferta clases de pintura, danza y esgrima, por mencionar algunas. Los maestros organizaban veladas en las que sus estudiantes ofrecían recitales y, para bailes de salón, algunos de los aprendices más destacados compartían tablas con músicos profesionales como Benítez o Iturrado. Esta es la Panamá con la que se encuentra el navarro Santos Jorge a sus diecinueve años: una sede vacante por la muerte de un legendario maestro de capilla, un mercado fructífero de instrucción privada, una zona usualmente alejada del conflicto bélico y una sociedad que premiaba el talento de instrumentistas, compositores y arreglistas. Santos Jorge y el paisaje musical panameño Jorge es uno de los músicos que lleva de la mano a Panamá al siglo XX. No es el único, desde luego—los panameños Narciso Garay, Arturo Dubarry, Alfredo Saint Malo, Chuliá Medina y Antonio Gáez vienen a la mente, de tantos nombres que hoy hemos olvidado. ¿Cuál es la contribución de Santos Jorge? ¿En qué se ocupa una vez se instala como maestro de capilla en 1889? Charpentier Herrera, uno de nuestros primeros historiadores musicales, nos cuenta que Jorge adquiere casi inmediatamente una ocupada agenda de instrucción privada en piano, teoría, solfeo, violín y canto, además de servir como director musical para eventos de entretenimiento y danza. Fue nombrado interinamente como director de banda en varias ocasiones, hasta que, con el nacimiento de la nueva república, se hace cargo de la primera institución musical del país, la Banda Republicana, desde 1903 hasta 1912. Durante su gestión y ayudado por la amplia experiencia ya adquirida como maestro de capilla, compositor y arreglista, Santos Jorge lleva a la Banda a un nivel de excelencia del cual esa institución goza incluso hasta nuestros días. Como director de la Banda y una de las principales figuras del mundo musical de la ciudad, Jorge compuso una cantidad no despreciable de danzas, marchas, música religiosa, ceremoniales y varios himnos, entre los cuales destacan el Himno al Maestro y el Himno al Trabajo. Pero Jorge sin duda era mejor conocido por sus contemporáneos por las danzas que compuso para la Banda (como El Cabrero, Chiquita, Rosa María o La

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