Embajada_Espana

15 Calvo, predominó un espíritu de flexibilidad, resultado de una tradición regional de comerciantes, mercaderes y banqueros. Una cultura política basada en el acuerdo, no con el conflicto: con los muertos, eso está claro, ya no hay negocio posible. El observatorio de Panamá El contraste con lo ocurrido luego es rotundo, si pensamos que cuando murió Carlos III el 14 de diciembre de 1788 nada hacía presagiar que la monarquía española estaba amenazada. La Real Armada, cuya eficaz labor hacía posible gobernar y defender un imperio atlántico, contaba en aquel preciso momento con un poder formidable: 292 navíos de guerra servidos por 65.000 hombres de maestranza, marinería y tropa. Era el resultado de haber organizado bien las reformas coloniales; los británicos las habían hecho tan mal que, como ha señalado John H. Elliott, trajeron la independencia de Estados Unidos. En efecto, los cambios introducidos tras el final de la guerra de los Siete Años en 1763 produjeron efectos contrarios en las Américas británica y española. En la primera suscitaron un malestar de los colonos, que acabó por producir la independencia de Estados Unidos en 1776, por oposición al intolerable despotismo del rey Jorge III, que pretendía cobrarles nuevos impuestos sin preguntarles antes su opinión. En la segunda, hubo una etapa de revoluciones antirreformistas y, quizás por haber aprendido de la nefasta experiencia estadounidense, al menos en parte, se experimentó un retroceso en las Indias y la metrópoli española hacia viejas formulaciones pactistas, que recuerdan el imperio de consenso de los Austrias de siglos anteriores, en los que todo se podía negociar, excepto la lealtad al monarca. Fue ese regreso al pasado, que recuerda tanto los modos panameños de entender el comercio y la globalización, la vinculación de América con Asia, África y Europa a base de pactos, lo que garantizó la lealtad de los súbditos americanos a la monarquía española hasta 1810. Todo ello dentro de un statu quo favorable a la apertura de beneficios y posibilidades de todo tipo dentro del sistema para blancos, mulatos, negros libres e indígenas. Por decirlo de otro modo, con independencia de lo que cuentan los mitos nacionales latinoamericanos, que como todos los nacionalismos se fundan en un relato mágico y ficticio de agravios comparativos, la monarquía española hasta 1810 fue popular en América, en el sentido moderno del término. Al fin, fue el éxito relativo de las reformas, y también su moderación, lo que reforzó el edificio de la lealtad en una monarquía cada vez más “imperial”, atlántica, nacional y española, que estaba en claro trance de formulación en 1808. Napoleón Bonaparte invadió la península ibérica y la dominó a sangre y fuego durante seis largos años, con la única excepción de la ciudad de Cádiz, invicta y resistente. Entonces todo se vino abajo. Decisiones dolorosas Cuando las elites hispanoamericanas se vieron afectadas al fin, a comienzos de 1810, por la crisis política terrible que supondría la caída de Cádiz bajo control francés y con ella la integración definitiva como colonias subordinadas de un imperio francés, militarista, ateo, extractivo y socialmente disolvente de toda forma de orden conocido, tomaron la decisión de organizar juntas autonomistas que hoy llamamos “gritos de independencia”. En realidad, como sabemos bien, se iniciaron quince años de guerra y destrucción en las cuales, primero, pelearon las ciudades partidarias de la independencia de España contra las que no lo eran; luego vino un terrible conflicto de personas y grupos sociales, una guerra civil; y finalmente combatieron en campos de batalla en mar y tierra ejércitos profesionales, organizados, con estados mayores, artillería, ingenieros, cuerpos auxiliares y milicias especializadas. En Panamá se las arreglaron para que los peores efectos de toda aquella orgía de destrucción les afectaran lo menos posible y minimizaron los daños. Lejos de ser criticable, nos parece un signo de madurez, si se me permite un rasgo de “panameñidad”, una tradición política y de la sociedad civil que evidenciaba una inteligencia avanzada sobre los caminos que había tomado y tomaría la globalización. De ahí que las especificidades panameñas, como ha mostrado Alfredo Castillero, cobren todo el sentido. En primer lugar, tenemos “la intensa actividad comercial y la circulación de la plata entre 1808 y 1818, que derramó abundante riqueza en el país”. En segundo término, aunque a las mitologías nacionales y nacionalistas de países vecinos esto no les encaje bien, los grupos dirigentes panameños aprovecharon y acogieron con entusiasmo las oportunidades de participación política y electoral que la nueva constitución española proclamada en Cádiz en 1812 desarrolló. ¿Si las primeras formas de democracia política hispanas habían llegado, por qué desaprovecharlas? Finalmente, cuando se produjo el conflicto terminal entre absolutistas y liberales y hasta las tropas del batallón “Cataluña” remitidas a Panamá defendieron con violencia una situación de dependencia absurda frente a una elite local acostumbrada a la autonomía y con unas gentes acostumbradas a regir sus vidas, ocurrió lo inevitable: la separación panameña del imperio español. Recordar en 2021 que, en comparación con otros casos, la independencia de Panamá de España tuvo un costo tan bajo en vidas y haciendas debe ser el verdadero motivo de celebración.

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