Embajada_Espana
05 14 Manuel Lucena Giraldo Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) Poca sangre, menos pólvora. La ejemplar independencia Panameña del Imperio Español La historia es una flecha en el tiempo, lenta y sosegada, pero también representa una mutación de dimensiones insospechadas. Hay etapas en las que parece no se altera nada y metáforas que describen la quietud de la vida, remisa o impermeable a las transformaciones. De ahí que algunos hayan hablado de la Edad Media como una era de “oscuridad”, o del siglo XVII como “el tiempo del ruido”. Un transcurrir de años, meses y días sin nada reseñable, como contaron los cronistas de las ciudades recién fundadas en la América española, entre ellas, Panamá. Para ellos, lo único digno de ser recordado era, junto a las obligadas menciones a natalicios, bautizos y fallecimientos de reyes y princesas, lo que se refería a incursiones de corsarios, la atribución de un milagro a algún santo, incluso mulato como el peruano San Martín de Porres, o un ruidoso terremoto en castigo de los muchos pecados de sus habitantes –de ahí la expresión-. Sin embargo, existen períodos en los cuales el tiempo se acelera y el problema fundamental de la historia, que consiste en el estudio del cambio en las sociedades humanas, muestra su perfil más enigmático. Las “eras de las revoluciones” responden a estos planteamientos, pues se resumen en una avalancha de cambios de los que nadie puede permanecer al margen. Entre 1808 y 1825 el imperio español, que se extendía por cuatro continentes, atravesó por uno de estos períodos revolucionarios de cambio extremo, pues su unidad constitucional, que había durado tres siglos sin apenas alteraciones, se fragmentó para dar lugar a decenas de repúblicas americanas y una monarquía europea, la antigua metrópoli española. Sólo Cuba, Puerto Rico y Filipinas permanecieron hasta 1898 formando parte de aquel antiguo imperio que tuvo en el siglo XIX horas difíciles, pero más innovadoras de lo que se ha pretendido. Conmemorar y celebrar En este sentido, resulta particularmente interesante, cuando se plantea en 2021 el bicentenario de la independencia panameña de España, la búsqueda de nuevos perfiles, de aquello que realmente la distinguió respecto a las naciones vecinas. Afortunadamente para todos, existe una nueva historiografía de la ruptura del imperio español entre 1808 y 1825, que fue primero una guerra civil y solo en la etapa final asumió las características de una fractura final. Es importante evocar hechos, números, actitudes, lenguajes. Más del 50% del territorio de los actuales Estados Unidos formaban parte de la América española en 1800. Podría parecer un chiste, pero no lo es. El idioma más hablado en lo que es hoy aquel país, entonces era el español. En cuanto a Panamá, con una ligereza que solo podemos atribuir a la potencia de los grandes conjuntos de los Virreinatos circundantes, nos han contado lo ocurrido en Caracas (que era una urbe con valles alrededor, nada más), Buenos Aires (un puerto emergente unido con África y meca de contrabandistas) o Santafé de Bogotá, como si todo se hubiera decidido allí. Nada más lejos de la realidad histórica. De ahí la relevancia de aprender de lo ocurrido en el pasado para bien, pensando en el futuro, en la medida en que podemos afirmar sin temor alguno que el desprendimiento de Panamá del imperio español operó casi siempre bajo los parámetros de una separación inevitable, consensuada y negociada. Frente a la violencia brutal del militarismo bonapartista y bolivariano venezolano, o al debate difícil que tuvo lugar en las alturas del virreinato bogotano, con partidarios de una separación gradualista, gobernada por abogados, sacerdotes y funcionarios, enfrentados a la violencia militar que les vino desde fuera, de Cartagena y Venezuela, en Panamá, como ha probado en sus excelentes investigaciones el gran historiador Alfredo Castillero
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