Embajada_Espana

12 A. Si tuviera que escoger un personaje que considerase decisivo en la gesta separatista ¿quién sería este? C. Debo aclarar que el movimiento independentista no fue obra de una figura providencial cuyo liderazgo todos seguían, ya que participaron democráticamente todos los sectores de la sociedad, sea miembros de la élite capitalina, artesanos, figuras populares de Santa Ana o campesinos y aldeanos del interior, sobre todo de la Alcaldía Mayor de Natá. Pero siento un gran atractivo por una figura a la que hasta ahora no se le hecho justicia. Me refiero a Francisco GómezMiró de Lara, nacido en Guayaquil, hijo de militar español, hermano de Gregorio -quien fue activo militante de la independencia-, y tío de un héroe en Ayacucho, José Antonio Miró Rubini. Corría sangre revolucionaria por las venas familiares. Entusiasta de la Constitución española de 1812, Francisco Gómez Miró participó en su juramentación como escribano del Cabildo de Natá y desde ese momento se dedicó a divulgar sus principios para que la gente de pueblo los conociera. En vísperas del Grito santeño, ya hacía circular proclamas para promover la emancipación. Y cuando llegaron a Los Santos los delegados enviados por José de Fábrega para que desistieran de su causa y retornaran a la situación anterior, fue Gómez Miró quien los enfrentó. Pronunció un fogoso y memorable discurso defendiendo la emancipación y el Grito prevaleció. Poco después armó un pequeño ejército y amenazó a la renuente Veraguas para que se sumara o se atuviera a las consecuencias. Santiago cedió y el 1 de diciembre siguiente también se declaró independiente. Sin duda fue la figura clave en la consolidación del Grito. Y dado que fue el Grito lo que precipitó en la capital la decisión de proclamar la independencia, no cabe duda de que habría que concederle a Gómez Miró un sitial de preferencia entre las figuras más señeras de la gesta. A. Estudió en la Universidad de Sevilla y en la Complutense de Madrid, donde se graduó en 1967. ¿Cómo fue recibido el joven estudiante panameño, y cómo fue su experiencia como estudiante de historia de América en la España de entonces? C. Llegué a España para iniciar mis estudios doctorales en 1962, gracias a una beca del Instituto de Cultura Hispánica. Me alojé en el Colegio Mayor Guadalupe y me registré en la Complutense. Pero debo hacer una confesión: cuando descubrí el maravilloso caudal de los archivos madrileños, me enfrenté al dilema de escoger entre asistir a clases o zambullirme en aquel océano infinito de fuentes documentales, para mí tan tentadoras como desconocidas. Y como las distancias eran grandes entre el campus y el Madrid de los Austria o el Madrid moderno, la balanza la ganaron los archivos. Todavía recuerdo el día que el profesor Viñas Mey me reprendió por faltar tanto a sus clases. ¿Pero cómo no iba a ser así, si me esperaban el Archivo Histórico Nacional, las secciones de manuscritos de la Biblioteca Nacional, de la Real Academia de la Historia o del Palacio Real, con su insondable universo documental ahíto de sorpresas? Nunca me he arrepentido de haberme decidido por los archivos. El Instituto de Cultura Hispánica me renovó la beca y me desplacé a Sevilla donde, ahora sí, por fin pude abrevar hasta saciarme, en el inagotable Archivo General de Indias, sin cuyos fondos no habría sido el historiador que he llegado a ser. Por fortuna, en Sevilla tuve el privilegio de seguir las clases de esos grandes historiadores que fueron Francisco Morales Padrón, Guillermo Céspedes del Castillo y Antonio Muro Orejón. Todos ellos grandes americanistas especializados en el periodo colonial, que era lo que más me interesaba entonces. Sevilla tenía otra gran ventaja, y es que, del Archivo a la Universidad, y de la Escuela de Estudios Hispanoamericanos, donde residía, podía ir caminando y llegar en cuestión de minutos. Aquellos fueron años extraordinarios. Y fui feliz. Además, tuve la suerte de obtener una buena beca de UNESCO, que logré renovar por un año más. Pero se agotó, y regresé a Madrid, donde seguí zambulléndome en los archivos mientras seguía redactando mi tesis doctoral, esta vez bajo la dirección de otro gran americanista, Juan Pérez de Tudela Bueso. Así la concluí, luego de cinco años de fascinantes experiencias, sobre todo de archivos. Y como todos saben, a Madrid y Sevilla he vuelto una y otra vez, por cortas y largas temporadas, para seguir sumergiéndome en aquellas fuentes insondables. A. Por último, dejemos la memoria y el conocimiento a un lado y hagamos un poco de ficción. ¿Qué documento le gustaría encontrar en el Archivo de Indias durante una de sus visitas a Sevilla? C. Así como no creo en figuras “providen- ciales”, tampoco creo en un documento salvador y definitivo que nos saque de apuros y podamos usar para poner en evidencia los errores de otros o para enmen- dar los propios. No creo en eurekas motivadas por el hallazgo ocasional e inesperado de una sola fuente, a menos que ellas nos sirvan para confirmar lo que ya sabíamos o sospechábamos. He tenido en mis manos tantos documentos extraordi- narios que me he convencido desde hace mucho tiempo de que siempre habrá otros a la espera de que se les descubra y de que lo que decide nunca es el hallazgo de ese dato excepcional, único y solitario, sino la suma de fuentes adecuadamente interpretadas en contexto. Ese dato puede ser muy revelador y útil, pero solo adquiere significado y se le extrae verdadero provecho cuando se le sitúa en la trama de la que forma parte y de la cual es una pieza más. Es solo una pista que ilumina el sendero aún por recorrer.

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